José Manuel Schmill, gracias a las tiras cómicas de Pinocho y Chapete de su infancia, lo conocen sus amigos con el apodo de Chapete. Sin embargo, Schmill se ha situado siempre, mas allá de los confines de la imaginación.
Convencido de su vocación creadora desde niño, su inclinación al arte resulta óptimamente apoyada por su familia. Mas tarde su formación artística corre a cargo del Maestro José Bardasano Baos; y sin dejar de pintar un solo día desde entonces, su existencia se conforma de las transmutaciones alquímicas que acontecen en los umbrales de la realidad.
Hacedor de increíbles dimensiones, las imágenes de Schmill se incrustan violentamente en las entrañas del espectador, después de atravesar las pupilas sorprendidas de aquel que mira con la única intención de vivir una experiencia artística, sin intuir que ésta, puede convertirse en una vivencia devastadora, casi letal.
Si bien, la pintura de Schmill oscila entre la hiperrealista sensualidad con que aborda las sutiles formas del desnudo femenino, donde sus pinceles hablan de la mas pura devoción a la belleza, el péndulo de su creatividad también acaricia el espacio del paisaje. Género dentro del que el ánimo distorsionado traduce los múltiples rostros de la naturaleza, entregándonos los trazos de la permanencia de la vida a través de los filtros de la enajenación.
En sus visiones palpita el universo, donde cuerpos y mantas, piedras y cielos, dejan de ser formas, para convertirse en la substancia de la calma y la tormenta, de un alma que emite el rugido de la existencia condenada, con una fuerza sobrehumana, capaz de rasgarnos las entrañas.
El retrato, como muestra de su extraordinaria y depurada técnica, constituye uno de los extremos del oscilar de este péndulo creativo; donde su contrario nos conduce a la perversa concepción de sus originales y hasta abominables personajes; allí, en ese punto vacío sobre el abismo, donde el único murmullo que se percibe y que funge como hilo conductor de toda temática, es la muerte.
Devoto a sus instintos y angustiado por la catástrofe a la cual, irremediablemente, se dirige la humanidad; Schmill plasma el horror que le produce la idea de la destrucción. La materialización del fin a través de la dolorosa mirada de sus creaciones nos ofrece la carne manoseada por los podridos huesos de la muerte, el reclamo feroz de los difuntos que no se resignan a permanecer en semejante estado de corrupción, de incertidumbre ante su mismo estado.
En cada cuadro Schmill confronta nuestra humanidad, las nociones de permanencia, las creencias; donde las tinieblas del ser adquieren voz propia mediante formas apasionadas y trazos filosos para encarnar una poética terminal.
Instantes, son las imágenes de Schmill, poesía ácida que se filtra dentro del torrente sanguíneo, que a manera de estertor revienta de golpe las endurecidas cáscaras del corazón de aquel, que se ha atrevido a contemplar sus propios temores, dentro de la verdad total que emerge en sus colores.
Así, a manera de exorcismo este artista muere en el aliento de cada pincelada, se sublima en cada paso hacia las oscuras cuevas de su otra realidad.
Trozos de muerte, rebanadas de infierno, cristales de sol negro, contrastan de manera salvaje con los desnudos diáfanos donde la mujer adquiere dimensiones de templo.
Habitado completamente por la soledad, el trabajo del este genio es producto de una obsesiva disciplina de creación, que se disfraza inocentemente de libertad. Dentro de un exilio autoimpuesto, nuestro lobo estepario que encarna constantemente razonamientos de Schopenhauer, Cioran y Marcel Schwob, como refuerzo de su pensamiento, ama profundamente la vida. Este alarido de amor es el que Schmill nos entrega en cada obra.
Vampiro con alma de niño que juega a ser Dios y a reírse del poder con que se manifiestan los modos del mundo. Amante preso de los elíxires del deseo, conocedor experto de los mapas de la carne, ha recorrido los suburbios de las perversiones, las tonalidades del éxtasis; pero sobretodo, como toda criatura en evolución, como todo héroe, también ha sucumbido en las fauces de los pantanos del miedo.
Su valentía para atravesar una existencia dolorosa y una realidad en la que nunca se sintió perteneciente ni aceptado, adquiere fuerza al adoptar la misión como artista de señalar los horrores de la condición humana, así como la sublimación de la belleza con una maestría única.
De acuerdo a una visión que tuvo en la infancia, de entre los rayos de colores del universo él fue elegido y atraído por el rayo rojo, y es así, como habitado por su energía, su obra y naturalmente su vida se impregnaron de las cualidades de esta intensidad, viviendo en su camino situaciones que oscilaron desde el amor más profundo hasta la ira, la desesperación y el dolor en sus formas más indescriptibles. Siendo ésta, desde su perspectiva, una explicación del por qué desde siempre se inclinó por expresar en su arte emociones extremas, siguiendo los impulsos de su poderoso corazón, de su naturaleza volcánica, apasionada, trágica, vibrante y definitivamente siempre encendida.
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